Atardecer plomizo, triste, desdibujado, de una calle y localización indistinta. En ella, se encuentra en la parada de un autobús una chica; pasiva, ida, con la mirada perdida, pensando en el devenir constante de obligaciones y responsabilidades. Esta joven no está sola, está acompañada. A su lado un señor mayor, pelo pobre, canas, abierto y experimentado. Sus facciones son marcadas, castigadas, de trabajo arduo durante años, contrasta con la piel fina, tersa y blanca de la mujer. El hombre está pensativo, absorto, reflexivo, en un momento de rebeldía se dispone a entablar conversación. Le pregunta hacia que dirección se dirige; la chica, tímidamente, le responde que va a cuidar a su padre que está enfermo, tiene Alzheimer. El hombre, hace un gesto de nobleza y muestra tristeza por la chica. Posteriormente, el señor mayor se percata de que la chica está embarazada y que el tamaño del feto es considerable. – ¿De cuántos meses estás bonita?, pregunta este en un tono afable y cordial. Cuatro meses responde ésta, estoy enormemente ilusionada. – ¡Qué suerte tendrá el padre!, tendréis una familia maravillosa. La chica, un poco vergonzosa y con pocas ganas de hablar respondió rehuyendo. – La verdad es que ser padre es lo mejor que hay. Yo tengo una hija, se llama Maite, hace mucho tiempo que no hablo con ella, de vez en cuando la veo en casa, pero se va muy rápido. – Seguro que está muy liada con la carga de trabajo y las obligaciones, responde la chica efusivamente. Estoy segura de que le quiere mucho y que le adora. Sí, eso por supuesto, el problema es el tiempo. De tanto mirar al futuro he perdido el presente, este se ha convertido en pasado y no he tenido momento de mirar adelante y ver una vida por vivir. De golpe, silencio, se crea una tensión palpable sin motivo aparente. El hombre empieza a preguntarse la tardanza del autobús, esta le responde que aun tardará en llegar, ella también coge ese.
– ¿Cómo ha dicho usted que se llama?, – Ramón, como mi padre que en paz descanse. Sabes rapaciña, yo era como tú. Yo fui joven, quería comerme el mundo, tenía grandes expectativas, de crecer, de vivir un futuro mejor al que me toco vivir al venir de mi tierra, Galicia. Hice muchas cosas mal, encontré al amor de mi vida y lo dejé perder. Nos queríamos infinitamente y aun puedo notar su presencia. Por causas del destino, vagancia y procastinación continua no pude alcanzar mis sueños, volver a mi tierra con dinero que ofrecer a mi familia. Les enviaba dinero, comida típica de Cataluña y cartas. Hace años que no se nada de ellos, no me escriben, mi mujer murió hace años y estoy solo. El ser humano no es un ser solitario rapaciña, necesita personas más que a la vida misma. Tu tienes dos, tu marido y tu hijo; si quieres un consejo de un viejo como yo, te diré que la vida se resume, en una palabra, Saudade. Saudade es algo agridulce; es aquella añoranza por algo vivido que te produce una sonrisa, pero inevitablemente, un pequeño trago amargo porque es eso: un recuerdo. Pero quizás en ello se encuentra lo bonito en recordar los macarrones de mi madre y sus abrazos de oso o un amanecer especial con amigos, tomar un café de buena mañana con una persona especial o darte un chapuzón de madrugada y una incontable lista de cosas que me pueden producir nostalgia. Es una tristeza feliz. Digamos que es un precio a pagar. Pero vale la pena pagar ese pequeño precio a cambio de vivir todo ello, pero sobretodo agradecerlo.
La chica empieza a llorar ligeramente, visualiza de lejos lo que será el vehículo que transportará a los dos pasajeros a su destino. La chica dice: – vamos papá que está aquí el bus. -Ya voy cariño. Y de allí, padre e hija subieron, dejando a su rastro pues, la esencia de los recuerdos de Ramón en la parada del bus, para que otra persona que pasara pudiera captar por el aire, el mensaje del señor mayor, Saudade.
Artículo cedido para el ágoradelpensamiento
Autor: Antoni Lorente González